Los Belgas en México: Siglos XVI-XXI
Hasta mediados del siglo XVII, el mundo hispanohablante comenzó a utilizar el término “Flamencos” como denominación colectiva para indicar a inmigrantes originarios de los entonces “Países Bajos”, es decir no solamente el actual territorio belga – Flandes y Valonia – sino también la región limítrofe con Francia, hasta las provincias septentrionales rebeldes.
En los Países Bajos meridionales, las noticias de los descubrimientos de ultramar se propagaron rápidamente. La información referente a Nueva España, se filtró por nuestro principal socio comercial – España con su prolongación colonial – y se difundió a través de cartas de los misioneros, las cuales circularon como propaganda enganchadora.
El conocimiento de América se difundió gracias a las prensas de Amberes, que muy pronto imprimieron relatos de viaje y crónicas de conquista. La formación de una imagen visual se inició con la llegada de los regalos aztecas, ofrecidos por Hernán Cortés al emperador Carlos V y admirados por Alberto Durero en Bruselas en 1520. De esta manera, la tentación de irse al Nuevo Mundo resonó desde el principio en los “Países Bajos”.
Casi todos los “Flamencos” salieron del complejo portuario de Sevilla-Cádiz – que se reservó el monopolio del tráfico con las colonias – por donde ya pasaron numerosos transeúntes. Sin embargo, a pesar del registro obligatorio de pasajeros y no obstante las modalidades posteriores de naturalización, los extranjeros rara vez emigraron legalmente. Encontramos a muchos inmigrantes clandestinos en las listas de “composición” – una especie de perdón – y en los autos de la Inquisición, en donde figuran a menudo con nombres hispanizados ó deformados.
La manera más fácil de emigrar ilegalmente consistía en enrolarse como marinero ocasional ó como soldado-mercenario en las flotas españolas, gozando los Flamencos de una reputación establecida como artilleros. Una vez llegados a América desaparecieron cohechando a funcionarios ó simplemente desertando. Siendo uno de los primeros conquistadores en llegar, P. Gómez, originario de Henao, fue un mirlo blanco: se casó con una española y obtuvo el rango de “vecino” (derecho de ciudadanía) de México-Tenochtitlán, y finalmente consiguió una “encomienda”. La mayoría de los inmigrantes flamencos intentaron hacer fortuna en esta tierra de promesas; muchos vivían al margen de la sociedad, como H. vander Hulst (1528-ca 1540), que llegó a México “para buscar aventuras”.
Gran parte del sector artesanal constaba de profesiones ordinarias. El sastre J. Peti, activo (1530-’43) en la capital virreinal, fue además “escribano de sastres”. En 1542, se juntaron tres maestros-cerveceros flamencos. Alrededor de 1590, P. Arnalte explotó en Tlaxcala un “obraje” (taller de tejidos con obreros indígenas). Varios toneleros flamencos, encabezados por J. de Bruxas, trabajaron en la calle de Tacuba. Más especializado fue P. de Buenaventura, originario de Cambré, a la vez fabricante de pólvora, armero y relojero. Los hermanos Miguel, originarios de Nimega, produjeron salitre, destinado a la fabricación de pólvora y la extracción de oro. En Toluca, G. de Legay explotó una mina de plata con la ayuda de esclavos indios. Por ser experto minero, G. Looman, originario de Lovaina, fue contratado en 1540 para la mina de plata de Zultepeque; más tarde obtuvo una patente para el tratamiento de minerales de plata y perfeccionó la técnica de amalgamación.
Dentro del ramo comercial había tantos tenderos flamencos – como J. de Cayser (1536) – que una calle que da al Zócalo se rebautizó como “calle de los Flamencos”.
La buhonería se practicó en los centros mineros – ciudades que brotaron como las setas – y en los “tianguis” (mercados indígenas). J. Augustín tenía una tienda en Michoacán y después en la capital, mientras que su socio (1618) J. del Monte – alias Vanden Bergh – recorrió la provincia con una caravana de mulas y acompañado por criados indígenas. En comparación con los numerosos comerciantes flamencos, yendo y viniendo entre España y México para negocios ó para cobrar deudas, pocos grandes negociantes se establecieron de modo permanente. Así J. De Torres, acaudalado y con bienes raíces en Coyoacán, se repatrió a Sevilla al terminar sus negocios.
Muy pronto, misioneros flamencos operaron en el Valle de México. Pedro de Gante, un fraile lego franciscano activo entre 1523-72, contribuyó a la educación de los indígenas con una estrategia “avant-la-lettre”. Concibió un catecismo en jeroglíficos, organizó la enseñanza primaria, escuelas artesanales, talleres artísticos y construyó hospitales para los indígenas. El agustino Nic. de Witte defendió tenazmente los intereses indígenas en la sierra aislada de Meztitlán (1543-63). Durante el siglo XVII, misioneros jesuitas, originarios de los Países Bajos españoles, trajinaron entre seminómadas (yaquis y tarahumaras) en el inhóspito norte de México (Sinaloa, Sonora, Chihuahua).
Una élite cultural de artistas y profesiones afines, apoyaba la evangelización con su producción artística y didáctica. Además de la importación de obras de arte flamencas fabricadas en serie (Maerten de Vos), trabajaron en México artistas flamencos inmigrados, casi todos originarios de Amberes. Simon Pereyns (1568-89), inicialmente pintor de la corte virreinal, elaboró retablos de gran tamaño en varios conventos. El escultor A.Suster (1563-1602) decoró el interior de varias iglesias. El impresor C.A. Cesar, alias de Keyser, vivió una trayectoria turbulenta. Finalmente Diego de Borgraf (1640-’86) fue el fundador de la “escuela poblana” de estilo barroco. Pero al fin y al cabo, la inmigración flamenca en México nunca fue un fenómeno masivo. Alrededor de 1650, cuando el flujo se detuvo, quedaban solamente unas 150 personas: un porcentaje mínimo de la inmigración blanca total.
Aparte del grupo selecto de los misioneros, artistas y especialistas mineros, en su mayoría los inmigrantes sobrevivieron gracias a su ocupación artesanal, su tienda ó su negocio como buhoneros. En cambio, se integraron fácilmente en el ambiente colonial, a pesar de que se enfrentaron al tribunal inquisitorial.
A lo largo del siglo XVIII, el único personaje notable fue el Marques Charles de Croix, originario de la comarca de Namur. Antes de ser nombrado virrey (1766-71) de Nueva España, ocupó el cargo de coronel del cuerpo de élite de las “guardias valonas”. Militar enérgico y eficiente, restableció el orden público en un México de tiempos agitados, sofocó sublevaciones indígenas en el norte del territorio y organizó con tacto la expulsión de la orden jesuítica. Además embelleció la capital, trazando el parque de la Alameda.
En 1836, el joven estado de Bélgica reconoció la nación independiente de México. En busca de nuevos mercados de consumo y otros proveedores de materias primas – alternativas indispensables por estarle vedadas las colonias indo-neerlandesas – Bélgica intentó revitalizar las exportaciones de linos flamencos, tráfico muy lucrativo en el siglo anterior. Misiones de prospección, bajo la dirección de De Norman y de Grox, resultaron beneficiosos: se abrieron consulados (por ejemplo en Veracruz, 1838) y se firmó un tratado bilateral de comercio y de navegación. Este convenio se tradujo en una línea de navegación a vela subvencionada (1842-’55) entre Amberes/Ostende y Veracruz, transportando telas, armas, máquinas para la industria textil y material pesado de fabricación belga. Así, el primer tramo de ferrocarril mexicano, tendido entre aquel puerto y la hacienda del presidente Santa Anna (1845-’50), se construyó por medio de rieles y locomotoras valonas. Sin embargo no se produjo el crecimiento marítimo previsto. Por falta de carga de regreso en Veracruz, los buques belgas se vieron obligados a recoger palo de campeche para teñir en Laguna de Términos y en la costa de Tabasco. Hasta 1874, la casa de Decker- Cassiers, una compañía naviera de Amberes, mantuvo este comercio. Gradualmente la situación política interna se deterioró, especialmente después de la guerra con Estados Unidos. Más específicamente, la presencia belga se reveló insuficiente.
De hecho, la cantidad de belgas en México disminuyó mucho. Hubo un par de mayoristas-comisionistas, tales como L. Keymolen – que llegó a ser hacendado – y E. Strybos, que hizo fortuna en Veracruz y Puebla. En la capital, G. Baurang, un industrial proveniente de Verviers, estableció una fundición de hierro para producir cañones y tubos. Los negociantes farmacéuticos E. Van de Wyngaert & De Mayer ampliaron su red mercantil instalando sucursales en las provincias y construyendo una fábrica química.
El país también fue visitado por viajeros cronistas y aventureros, los cuales optaron de vez en cuando por una carrera en el ejército, como el médico militar P. Van der Linden. Inspirados por el entusiasmo de Von Humboldt, cuatro naturalistas belgas – botánicos y buscadores de plantas – atravesaron México y enviaron colecciones de plantas, animales y minerales a Bélgica. Con una inclinación más comercial, los hermanos Tonel, originarios de Gante, explotaron como hortelanos y floristas el vivero más reputado de la capital… instalándose precisamente en el jardín del desamortizado convento franciscano, jamás fundado por Pedro de Gante. Una vez que hicieron fortuna, establecieron cerca de Córdoba un cafetal y una plantación de quina.
El sueño de Napoleón III, intentando de poner una barrera al predominio anglo-americano por medio de un imperio católico mexicano, terminó en una pesadilla para el archiduque Maximiliano de Austria. Una fuerza de ocupación francesa, junto con un cuerpo de intervención belga – denominado “regimiento Emperatriz Carlota”, una legión de más de 1000 voluntarios – no estuvo a la altura de los soldados-guerrilleros de Benito Juárez. Después de la derrota de Tacámbaro y el fusilamiento en Querétaro del Archiduque, por muchos años se guardó resentimiento por el desenlace infeliz de la aventura mexicana. Solamente el cambio de rumbo dirigido por Porfirio Díaz, con su política de apertura económica, la situación se regularizó.
Una vez restablecidas las relaciones diplomáticas (1879), tanto los enviados belgas (Greindl, Moncheur, Wolters, Wodon) como viajeros (observadores perspicaces como J. Leclercq y Ch. Croonenberghs) sensibilizaron la opinión pública. Por consecuencia, empresarios e ingenieros belgas empezaron a regresar a México en un ambiente de “bonanza”.
En 1884, un proyecto ambicioso de colonización, llamado “Nueva Bélgica” y dirigido por el veterano Ch. Loomans intentaba introducir en el estado de Chihuahua el cultivo de lino, terminó en fracaso para un centenar de emigrantes belgas. Como antes, la inmigración belga en México siguió siendo ocasional, pero mostró lentamente un carácter más profesional aunque igualmente temporal. Ingenieros, tales como H. Hélin (1893-1902) y J.M. Amerlinck, inmigrado definitivamente de Guatemala alrededor de 1905, trabajaron como constructores ferroviarios.
Contratado por un rico comerciante de tejidos, perteneciendo al grupo de los Barcelonnettes, Edg. Everaert se dedicó a dicho ramo. Hacia 1900, jardineros flamencos se encargaron de la creación del bosque de Chapultepec.
Entre los años 1885 y 1900, el intercambio comercial y la inversión de capital en México aumentó considerablemente. Llegaron a Amberes productos agrícolas y forestales, además de minerales. Aquí, los cigarreros utilizaron gustosamente el tabaco mexicano, incluso adquirieron plantaciones en Tuxtepec. Algunos belgas invirtieron en plantaciones de árboles de marañón y chicle. Asimismo, Bélgica suministró sobre todo productos metálicos, tales como los tranvías de Mérida y el ayuntamiento prefabricado de Orizaba. Pero nuevamente los disturbios revolucionarios aguaron la fiesta. La presencia belga se redujo hasta unos 20 efectivos y varias empresas fueron liquidadas. Cuando en el curso de los años 1920 la situación en México se normalizó, Bélgica, al contrario, nunca recuperó su entusiasmo.
Prof. John Everaert
Enric d'Aoust, un pintor belga en México
Enrique d'Aoust nació en Verviers (Bélgica) en 1906. Comienza a pintar desde muy joven y expone algunas obras en diferentes lugares de Europa y se radica en España. Al regresar a su país, comenzará a estudiar en la Academia de Disseny en Verviers y después en la Escuela d’Art de Saint Luc en Lieja. Todavía muy joven decidirá regresar a España como catedrático de idioma y literatura francesa en la Universidad de Barcelona.
En 1940, cuando estallóla Guerra, se exiliará de México igual que muchos intelectuales y decide dedicarse profesionalmente a la pintura.
Enrique d'Aoust plasmó sobre lienzo la esencia y el sentir de un pueblo, el pueblo mexcicano. Varias pinturas de Enrique d'Aoust fueron admiradas en las exposiciones del “Círculo de Bellas Artes” y de la “Fiesta de la Flor” así como en una exposición organizada por la Secretaría de Educación Publica en el Foyer del Palacio de Bellas Artes en 1946.
Enrique d'Aoust morirá en la Ciudad de México en 1982.
Una pequeña muestra de su obra se puede ver a continuación así como en el sitio: www.edaoust.org